miércoles, 29 de febrero de 2012

Se despertó de madrugada sudoroso y con el frío agotador de todas las noches. No tenía sueño y no hizo ademán por tenerlo, así que se levantó y se fue con lo puesto.

Buscaba entre las calles, temía por sí mismo. Aquella noche oscura y muda no era como las demás. Necesitaba encontrarla, era su punto de apoyo y desde que ella no formaba parte de su vida nada tenía sentido para él. Llevaba días manteniéndose a base de cigarrillos mal liados por ese pulso que siempre le fallaba, no quería comida y el whisky era poco para poder evadirse lejos de su propia mente.

Siete calles más y un señor con traje de los noventa fueron suficientes para avivar su mirada. Tenía información sobre ella y se la dio sin pedir nada a cambio. Lo poco que podía ofrecer se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón con el que llevaba días y tomó rumbo hacia donde le indicó aquel sin techo.

Al llegar a la puerta hizo una pausa para tomar aire lo suficientemente larga como para saber lo que le esperaba después de cruzar el dintel y lo suficientemente breve como para no demorarse en poder tenerla ante sus ojos. Llamó. Una, dos veces y antes de la tercera abrió aquel veinteañero con los párpados hinchados y cara de pocos amigos. Alzó la cabeza y con esos cinco segundos a oscuras en el rellano, mirándose fijamente, bastaron para sacar una sonrisa de medio lado al joven desaliñado.

Suplicó por ella, prometió que sería la última vez que le pedía algo. Ahora la necesitaba más que nunca. Cinco minutos más tarde la tenía frente a él, ansiaba por tenerla tan cerca como en ese momento.



Antes de dar el paso definitivo se le pasaron por la mente su mujer y su hija pero sacudió la cabeza a ambos lados para disfrutar plenamente de lo que iba a hacer. Ahí estaba: medio gramo sobre la mesa, extendido y preparado. Sonrió, cerró los ojos y se inclinó hacia ella, la cocaína.

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